Vivimos en un mundo mediatizado por el fútbol y todo lo que no sea correr detrás de un trozo de cuero dándole patadas es salirse de lo establecido, ser un bicho raro. Yo he formado parte de esas hordas inquisidoras que no aceptan otra religión distinta del deporte rey, pero Dios me dotó de piernas torcidas, por lo que jugando al fútbol el único futuro seguro que tenía era tropezar y caer. Probé en otros deportes como el baloncesto o el balonmano; a pesar de no ser pequeño, tampoco soy grande, por lo que mi bagaje es un ojo morado y una costilla rota. Ciclismo y ajedrez me han dado mayores satisfacciones; es posible que tener las piernas torcidas haya favorecido un poco, no lo sé.
El deporte está bien en tu época de estudiante, te ayuda a relacionarte con la gente, a ligar en el mejor de los casos, a mantenerte en forma. Cuando empiezas a trabajar pasa de ser algo divertido a algo imprescindible; es curioso cómo la barriga crece exponencialmente al tiempo que permaneces en el potro de tortura del ordenador. Desesperadamente buscas un medio drástico para perder los kilos que has ganado en esos pocos primeros meses de trabajo. Piensas en un gimnasio, pero ni es divertido, ni tienes tiempo y/o dinero; buscas equipos de lo que sea, pero no tardas en darte cuenta de que una mega ciudad apenas tiene gente que coincida con tus horarios. Finalmente, cuando ya estás a punto de darlo todo por perdido, de pensar que tu barriga no parará de crecer hasta el infinito, de que pronto tendrás que optar por zapatos sin cordones y un calzador de medio metro para no tener que agacharte, hojeas un periódico o alguien te cuenta de un deporte rarísimo o un grupo de locos (que normal y curiosamente están más relacionados de lo que pudiera parecer), que entrenan no muy lejos de tu casa.
Esto es lo que me pasó a mí. Nunca había oído hablar del lacrosse, ni siquiera sabía cómo se pronunciaba, pero allí estaba yo, con un palo que no sabía coger en mis manos, recibiendo y dando pelotazos (no, el juego no consiste en dar pelotazos ni palos, pero cuando no sabes es lo que ocurre) y entonces te preguntas cómo has podido vivir tantos años sin ese deporte. Muchos han pasado por nuestro grupo, nuestra secta de lacrossianos, pero pocos han quedado, muchos han sido los llamados, pero pocos los elegidos. Con el tiempo se ha ido formando un grupo capaz de sacrificar vacaciones y salud por una idea; nunca se agradecerá, es más, sólo se recibirán desplantes por ello. Esto poco me importa; sólo puedo decir que me ha mantenido vivo y que no cambio ninguna de las anécdotas que hemos pasado, batallitas que contamos una y otra vez, por la cómoda vida del no hacer nada y esperar que todo te venga del cielo, mientras te quejas de lo poco emocionante que es la vida en la ciudad.
El deporte está bien en tu época de estudiante, te ayuda a relacionarte con la gente, a ligar en el mejor de los casos, a mantenerte en forma. Cuando empiezas a trabajar pasa de ser algo divertido a algo imprescindible; es curioso cómo la barriga crece exponencialmente al tiempo que permaneces en el potro de tortura del ordenador. Desesperadamente buscas un medio drástico para perder los kilos que has ganado en esos pocos primeros meses de trabajo. Piensas en un gimnasio, pero ni es divertido, ni tienes tiempo y/o dinero; buscas equipos de lo que sea, pero no tardas en darte cuenta de que una mega ciudad apenas tiene gente que coincida con tus horarios. Finalmente, cuando ya estás a punto de darlo todo por perdido, de pensar que tu barriga no parará de crecer hasta el infinito, de que pronto tendrás que optar por zapatos sin cordones y un calzador de medio metro para no tener que agacharte, hojeas un periódico o alguien te cuenta de un deporte rarísimo o un grupo de locos (que normal y curiosamente están más relacionados de lo que pudiera parecer), que entrenan no muy lejos de tu casa.
Esto es lo que me pasó a mí. Nunca había oído hablar del lacrosse, ni siquiera sabía cómo se pronunciaba, pero allí estaba yo, con un palo que no sabía coger en mis manos, recibiendo y dando pelotazos (no, el juego no consiste en dar pelotazos ni palos, pero cuando no sabes es lo que ocurre) y entonces te preguntas cómo has podido vivir tantos años sin ese deporte. Muchos han pasado por nuestro grupo, nuestra secta de lacrossianos, pero pocos han quedado, muchos han sido los llamados, pero pocos los elegidos. Con el tiempo se ha ido formando un grupo capaz de sacrificar vacaciones y salud por una idea; nunca se agradecerá, es más, sólo se recibirán desplantes por ello. Esto poco me importa; sólo puedo decir que me ha mantenido vivo y que no cambio ninguna de las anécdotas que hemos pasado, batallitas que contamos una y otra vez, por la cómoda vida del no hacer nada y esperar que todo te venga del cielo, mientras te quejas de lo poco emocionante que es la vida en la ciudad.
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