Me acaba de llamar mi prima para decirme que va a ser niña el bebé que está esperando. Es algo que me esperaba; la última vez que la vi hace un mes lo vi claro, aunque tuve que nadar contra corriente porque todo el mundo esperaba que esta vez fuera niño: entre mis 2 primas y mis 3 hermanas juntan 8 chicas y sólo 2 chicos.
No me coge de sorpresa porque, aunque puede que no sea muy científico, la barriga de las embarazadas tiene una forma distinta dependiendo de si lo que está en camino es chico o chica, y parece ser que me estoy especializando en distinguirla, porque hasta la fecha pocas veces me he equivocado, por no decir ninguna. Pero también estaba convencido porque la naturaleza es sabia y busca la supervivencia de la especie, eliminando a los elementos menos útiles: hasta hace no muchos años, la fuerza física y la necesidad de inseminación natural para la procreación hacían al hombre imprescindible y lo colocaban en una posición privilegiada dentro de la pirámide evolutiva; en un mundo cada vez más tecnificado, en el que la fuerza ha perdido peso frente a la inteligencia y en el que la inseminación ya no puede dejarse al azar, los hombres, convenzámonos de ellos, somos un animal en peligro de extinción, en pocos años no serviremos ni siquiera para los trabajos más burdos. Subir los escalones de la evolución ha costado millones de años, pero desde el momento en el que las mujeres se dieron cuenta de que el placer que les damos es fácilmente sustituible e incluso mejorable, estamos demostrando la ley física de que todo lo que sube tiende a bajar.
Mi cuñado dijo al nacer su hija: “Pobre hija mía que te va a tocar vivir en este mundo tan machista”; yo cambiaría la sentencia por: “Pobres de nosotros, hijos de un dios menor, que estamos abocados a arrastrarnos en un mundo cuyo futuro pertenece a las mujeres”.
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