A lo que creo que nunca me acostumbraré a lo de las comidas. No es que sean malas; son raras. Raras y a deshora.
Te levantas a las 6 de la mañana y lo primero que haces es meterte entre pecho y espalda un rancho con el que no darían fin los ocupantes de una patera tras 5 días de travesía. Choricitos, bacon, huevos, cereales, ... Al principio la comida no te entra; después lo que no te entra en la cabeza es cómo puedes haber comido tanto.
Te vas a la oficina y siempre hay alguien que lleva allí una hora sólo y aburrido y en cuanto te ve se le abren los ojos, hombre, el español, alguien con quien hablar en esta oficina de mustios. Y te invita a un café. A lo que ellos llaman café, un bodrio de agua de fregar que para que entre tienes que empujarlo con un bollito, y a éste con el dedo, porque si no, no hay manera.
Después de un rato comienzan a llegar los rezagados y entre ellos uno de los jefecillos al que se le han pegado las sábanas. Y como no le daba tiempo a desayunar, pues aprovecha la máquina de café de la oficina para hacerlo. Y como solo se aburre, invita al españolito con la escusa de comentar no sé qué proyecto. Los españoles tenemos fama de rechazar invitaciones, supongo que por no molestar. Y es cierto, se no ofrece café, zumo o lo que sea y nuestra respuesta es "No, gracias". Soy apóstol contra esta tendencia tan hispana, así que allí me ves, tomando ese brebaje con el jefe y aceptándole con una sonrisa un bollito que acaba de comprar en la panadería pensando en mí. Él ha pensado en mí y yo comienzo a pensar en su santa madre.
Luego a media mañana hacen una Pause para almorzar. Claro, como ellos no han ahogado con el mejunje de la cafetera un par de bollitos, a esa hora tienen hambre.
Esta pausa tendría sentido si una hora más tarde no parasen para comer. Y siempre hay alguien que te quiere demostrar lo bien que cocina su madre o su mujer y te suelta en el plato una salchicha de a palmo que se ha traído en el tupperware. Y tú la miras, y miras después la maceta que tienes al lado y piensas "ayer coló, pero como siga tirando la comida a la maceta el poto se va a hacer carnívoro". Así que haces un hueco y sigues engullendo.
Al salir del trabajo siempre hay alguno que propone ir de cervecitas, cañitas que aquí son de medio litro (menos mal que no hay tapa). Cae la primera, cae la segunda; para la tercera ya vas buscando las tablas. Con la excusa de que tienes que llamar a tu mujer, pagas y consigues librarte de otras 2 o 3 rondas.
Te tumbas en la cama y todo, tu cabeza y tu estómago, comienzan a dar vueltas. Si es que alguna vez han dejado de hacerlo.
Pasan un par de horas y ya es la hora de la cena, que aquí se cena a las 7 de la tarde; vamos, que ni las gallinas.
Claro, a las 8 ya te has cansado de hacer tiempo y no te ha quedado más remedio que terminar la cena. Sales a dar una vuelta y no ves a nadie por las calles. Y eso que hace bueno, que los días de diluvio es peor aún.
Así que a las 9 como mucho estás de vuelta en el hotel y después de un rato viendo la tele notas que el estómago te empieza a pedir que lo rellenes. Claro, es como el de un bebé, se acostumbra a las tomas cada 2 horas y luego las echa en falta.
Así que aquí estoy a las 11 de la noche con más hambre que una rata, atiborrándome de barritas energéticas, bollitos y fruta. No me extraña que en 2 días haya engordado 3 kilos.
Aviso para navegantes: quien vaya a venir ya puede ir dejando de comer para hacer hueco.
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