La plancha siempre ha sido cosa de madres. En mi casa la mía nunca se fiaba de nosotros; esta tarea requería precisión y rapidez, y un marido, tres hijas y un hijo precisaban velocidad y trabajo bien hecho, muy lejos de lo que nosotros podíamos garantizar.
A mí me enseñó la madre de mi primera pareja; no aceptaba nuestra relación, por lo que fue una manera de ganármela.
En Inglaterra conviví un tiempo con una chica muy británica ella; lo digo porque no sabía ni lavar, ni cocinar, ni mucho menos planchar. Se atiborraba de mantequilla, por lo que mi estancia con los hijos de la Gran Bretaña fue un master de planchado, porque en sus pantalones cabían más de 3 personas de las que no han entrado en Cibeles por exceso de peso. Una persona encantadora, de aquellas que te dejan huella, y no lo digo sólo por si te pisa.
Ahora, con mi mujer también plancho yo. Por un lado es que no me fío de ella, eso es cierto, pero por otro es porque me gusta, sobre todo ahora que viene el frío: ese olor a ropa limpia, el tacto de la pana, el blanco del algodón, el susurro de la seda, ese calorcito del tejido al paso de la plancha, … Sí, definitivamente me gusta.
Hay hombres que nunca se acercarán a una plancha; ellos se lo pierden. Pero la plancha es una cosa de madres y, a pesar de que la barriga me está empezando a dificultar encaramarme a la tabla, el embarazo me lo está confirmando.
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