Ayer entré a la carrera en el centro comercial; era casi la hora de cierre y aún me faltaba un par de regalos por comprar. En el pasillo de entrada un hombrecillo se dirigió a mí en tono afable, pero apenas pude dirigirle alguna palabra para dejarle claro que no compraba lo que vendiese, fuese lo que fuese. Al llegar a la caja, la cajera miró el reloj, fastidiada porque ya era hora de estar en su casa. Entonces me sonó el móvil. Una amiga al otro lado del teléfono me preguntó que qué me había pasado con Luís; el tal Luís es un personaje curioso, pintoresco incluso, amigo común hacía unos años, pero a quien había perdido la pista hacía tiempo. No entendía por qué me preguntaba por él; sabía que habíamos perdido el contacto. Me contó que le acababa de llamar alterado e indignado porque me había visto y yo había despreciado su saludo; entonces caí, sí, el hombrecillo que se había dirigido a mí a la entrada del centro comercial.
No tuve que darle muchas explicaciones, ella ya me conoce y sabe lo despistado que soy. Simplemente no lo reconocí y andaba, como siempre, apurado de tiempo. Algo así se había imaginado ella.
Enlazando con esto, recuerdo hace unos años que iba por la calle y, al entrar en el metro esquivé en el último momento a una señora que se empeñaba en hacer espejo ante mí; cuando finalmente me zafé de ella y hacía cola en los tornos del metro, noté que algo golpeó mi cogote; no me abrió la cabeza, pero fue contundente. Miré al suelo y no encontré nada que se hubiera podido caer del techo, levanté la vista y nada vi colgado. Finalmente, miré hacia atrás y vi a la señora que acababa de esquivar blandiendo su bastón y diciéndome “Hijo, que soy tu madre”.
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