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  • 04 junio 2007

    070604 de leyes, reglas y madres

    La diferencia entre una ley y una regla desde el punto de vista científico es que mientras las primeras se cumplen siempre, véase por ejemplo la ley de la gravedad, las segundas se cumplen normalmente, pero hay veces que no; de ahí el dicho la excepción que confirma la regla, si no hubiera excepciones no sería una regla sino una ley.

    Esto es desde el punto de vista científico, porque desde el punto de vista jurídico la leyes se cumplen siempre a no ser que el juez opine lo contrario, que la presión social obligue al juez a opinar lo contrario, que los medios de comunicación movilicen a sus adeptos para que la presión social obligue al juez a opinar lo contrario, … O sea, que las leyes son mantas roídas por las excepciones hasta el punto que el agujero es tal que sólo queda el borde de la manta. Borde de la manta que se aplica cuando a los que se juzga somos mindundis como el que escribe.

    A algunas reglas se les da carácter de ley en la lengua hablada, aunque no hay base científica que lo corrobore; como mucho hay base estadística.

    Por ejemplo, esa regla que dice que el gato siempre cae de pie. No es una ley, no hay ningún principio científico que lo corrobore.

    También está la regla de Murphy, ésta sí más conocida como Ley de Murphy, que en su versión más común dice que lo que puede empeorar siempre empeora y que en otra de sus muchas variantes dice que la tostada siempre cae por el lado de la mantequilla. Esta regla se basa en la estadística.

    La estadística básica que nos demuestra que el día que tienes el examen más importante de la carrera te has ido a dormir a las mil porque la chica detrás de la que llevas años por fin se ha dado cuenta de que existes, ha aceptado ir contigo al cine, porque ella no tiene examen al día siguiente claro, te has ido a cenar con ella y te has gastado una pasta, habéis ido a bailar hasta las mil y cuando pensabas que todo estaba encarrilado y bien encarrilado ha aparecido un maromo al que no veía desde la infancia, pero que resulta que era su amor platónico y los ves salir abrazaditos cuando vuelves de la barra con dos copazos bien cargados en tus manos. Dos copazos de una mezcla rarísima que te ha sugerido ella, que te han costado una pasta, otra pasta, y que por supuesto no vas a dejar ahí tirados, así que te apalancas en una de las mesas y te los bebes a palo seco uno tras otro y justo en el momento en que la última gota acaba de despedirse de tu campanilla camino del estómago, recuerdas lúcidamente que al día siguiente tienes en examen; un sudor frío recorre tu espalda, intentas ponerte derecho pero la puñetera última gota empieza a hacer efecto y aplica su ley de la gravedad, de modo el peso de esa insignificante cantidad de líquido es la que te hace plantar tu pesado culo en el pringoso suelo de la discoteca. La gota debe haber entrado ya en el flujo sanguíneo, porque por momentos lo que pesa son piernas, brazos y, finalmente, la cabeza, haciendo que te golpees contra un chupito que, o casualidad, cayó al suelo en otra discoteca pero que a base de patadas de pies arrastrados ha terminado justo donde la gota de brebaje ha hecho que plantes tu cabeza. Te levantarías, sobre todo porque estás notando que la sangre ya ha hecho rebosar el baso de chupito, y eso no tiene pinta de ser muy higiénico, pero tras varios intentos en los que has comprobado que la gota se ha confabulado contra ti y se posiciona en la articulación que decides mover, llegas a la conclusión de que no tiene sentido. Y justo cuando el alcohol, el cansancio y la falta de sangre empiezan a arrastrarte al los brazos de Morfeo, Manolín, el gordito de primaria que ya en la universidad debería llamarse Manolón, da un traspiés, posiblemente con tu hígado, intenta equilibrarse y termina cayendo sobre ti. Lo que sale por tu boca no son quejidos, ni insultos, no. Lo que sale es la cena que se escapa euro a euro a borbotones. El alcohol ya lo has asimilado, así que olvídate de que se te pase con la vomitona. Te ayuda a levantarte, pero no te acompaña a casa, no por la pota y la sangre que hace de tu camisa nueva, recién estrenada para la cita y cara, carísima, parezca un Van Gogh, sino porque han puesto Paquito Chocolatero y se ha encaramado a la plataforma de una go-go y está bailando como un Teletubie. Como puedes, agarrándote a las ventanas y tropezando con todos, todos, los bolardos que plantó el alcalde por las calles consigues llegar a casa. Te has planteado llamar a un taxi, sería lo más acertado, pero ni te queda pasta, ni nadie en sus cabales metería en su coche a alguien salido del rodaje de una película gore. Por fin llegas a casa cuando los pájaros ya comienzan a piar, te arrastras hasta la cama y te dejas caer; total, poco importa ya, la costra está seca por fuera de tu camisa. Te duermes. Pero unos segundos después despiertas sobresaltado recordando el examen. Como puedes levantas la cabeza para ver cuanto tiempo te queda hasta tener que levantarte y te das cuenta de que lo que te parecieron segundos han sido un par de horas y que ya vas con el tiempo justo porque no pusiste el despertador. Te levantas como puedes, te arrastras a la ducha, te das cuenta de que el butano se ha acabado y de que no tienes botella de repuesto; por no tener, no tienes ni ropa limpia porque ya te vuelves al pueblo y has apurado con la que trajiste, así que olfateas en el petate que ya tienes preparado en busca de algo que no huela mal. Al final optas por algo que no huela muy, muy mal. No desayunas porque además del butano también has apurado con la leche y las galletas, y lo de tomarte el colacao a cucharadas no te parece lo más aconsejable. Sales corriendo para la universidad y cuando estás a mitad de camino recuerdas que te has dejado la calculadora. Vuelves corriendo a por ella, y otra vez de vuelta al examen te das cuenta de que lo que no has cogido ha sido tu boli de la suerte; malo será, piensas, siempre habrá alguien que me deje uno. Llegas justo cuando el profesor va a cerrar las puertas, te mira la pinta de yonki que tienes, duda de dejarte pasar, pero al final hace un gesto de desaprobación y se hace a un lado para que pases; supones que el pestazo a resudado del chándal de táctel que llevas puesto tiene algo que ver, pero no te atreves ni a preguntar, ni a dar explicaciones. Pides un boli, nuevo gesto de desaprobación del profesor, y sólo Manolín al que se le adivina un chupetón del tamaño de un donuts en el cuello tiene uno de sobra, un bic mordisqueado y con la tinta a punto de agotarse. Y para colmo es verde. Se lo dices al profesor; nuevo gesto de desaprobación. Si lo que ha pasado hasta aquí es duro, creedme, hacer un examen resacoso, hundido física y anímicamente, con hambre y la lengua estropajosa, con una mierda boli que cada 10 fórmulas deja de escribir, y te ves tú ahí echandole el aliento para que dure un poco más, al menos hasta que termines el ejercicio y el profesor te lo pueda puntuar, y para colmo viendo a Manolín como escribe fluidamente folios y folios, sin abandonar esa sonrisa de gilipollas que se te queda después de una noche redonda y acariciándose de vez en cuando el chupetón, que cuando lo ves te recuerda una rosquilla y eso te da más hambre aún, y ese hambre aún más sed, como digo, creedme es mucho peor.

    Toda esta parrafada se puede resumir en: Regla de Murphy, por muy mal que vayan las cosas, si pueden empeorar empeorarán.

    Pero, ¿qué pasa cuando se enfrentan dos reglas? ¿Qué pasa si atamos una tostada a la espalda de un gato y lo tiramos por el balcón? Pues que viene la protectora y te denuncia, aunque eso no tiene mucho que ver con el experimento.

    Todo esto viene a colación con algo que pasó este fin de semana durante la primera comunión de mi sobrina. La regla dice que si metes 100 personas en el jardín, el perro se va a poner nervioso. Si para que no moleste lo atas con la cadena, lo normal es que se ponga más nervioso aún. Si para colmo traes otro perro cerca de él, el nerviosismo tiene que salir por algún lado, el perro intenta defender su territorio y corre detrás del intruso arrasando con lo que encuentra a su paso. Y si lo que en ese momento está sobre la cadena es mi tía, allá que te va ella volando sin avión. En este momento entran en juego varias reglas y leyes. La primera es la ley de fuerzas, si la fuerza que ejerce el perro sobre la cadena es superior al peso de mi tía, mi tía saldrá volando; y así fue. La segunda es la ley de la gravedad, por mucha gracia que tenga en volar, llegará un momento en el que caerá; y así fue. Ahora se aplicaría una regla, la que dice que una persona cuando sobrepasa un salto de 2 metros de altura tiende a caer con la cabeza; pero esto es una regla, y como toda regla tiene excepciones, porque en este caso, tras un espectacular salto y una grácil coreografía a lo spiderman en el aire, terminó cayendo a lo Homer Simpson con el culo. Que digo yo, ¿por qué llaman al coxis el hueso de la risa, si de lo que menos te dan ganas es de reír? Que lo llamen, ¿qué se yo?, el hueso de la madre, por ejemplo, porque te acuerdas primero de la madre del perro, luego de la madre del que ató al perro, pasas a acordarte de la madre del que trajo el perro intruso, para rematar acordándote de la madre de todos los presentes y ausentes. ¿Y qué tienen en común todas estas acciones?: la madre, de ahí el hueso de la madre.

    En fin, que me perdonen las madres, sobre todo mi tía, que bastante tiene con tener que sentarse una semana sobre un flotador. En cuanto se le pase la volveremos a ver bailando en las pistas, aunque me temo que difícilmente volverá al acercarse al jardín de mi sobrina.

    Por cierto, mal está que yo lo diga, pero estaba preciosa. ¡Ay, que rápido crecen estos críos!

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