Hoy estoy de fiesta.
A pesar de estar trabajando.
A pesar de que me he tirado hora y media para llegar al trabajo y otro tanto me queda para volver a casa.
A pesar de que llueve.
A pesar de que es la hora de la comida, aún no he comido y tampoco sé cuándo comeré.
A pesar de todo, estoy de celebración; lo estamos todos.
Tengo muy vagos recuerdos del fin de la dictadura y la llegada de la democracia a España; la política no llegaba a los pueblos en aquellos años. La que mandaba, de una u otra forma, era la Basilia, la Guardia Civil se encargaba de mantener el orden y las buenas costumbres, incluso por encima de la Justicia, y la pureza de sangre hacía extraños a cualquiera que no encajase con el estereotipo manchego.
Todo ha cambiado en estos 30 años; la Basilia ya no está entre nosotros, aunque otra mujer se va a volver a hacer con la alcaldía después de tantos años, la Guardia Civil se tuvo que ir víctima de los sucesivos recortes presupuestarios y el lobby rumano comienza a hacerse sentir.
Mis padres fueron a votar; pero en aquellos años en los que la alargada sombra de la dictadura aún se dejaba notar, esto no era motivo de festejo. Era novedoso, sí, pero el miedo y la desconfianza aún estaban latentes.
Las primeras elecciones en las que pude participar tras cumplir los 18 años fueron unas europeas; mi padre me llevó a un lado y me dijo: Mira, a mí me da igual a quien votes; lo único que te pido es que vayas a votar.
Sencillo, pero efectivo. Desde entonces no he dejado de hacerlo. Me podrían convencer más o menos las distintas posibilidades, pero siempre he celebrado el poder elegir. De hecho, entro en la cabina de votación para tener todas las opciones delante y así tener la posibilidad de elegir sin regirme por una idea preconcebida. Meditada sí, pero decidida por mí y con posibilidad de cambio hasta el último momento. Aquí no hay cheques en blanco.
Y seguiré celebrándolo a pesar del panorama.
A pesar de estar trabajando.
A pesar de que me he tirado hora y media para llegar al trabajo y otro tanto me queda para volver a casa.
A pesar de que llueve.
A pesar de que es la hora de la comida, aún no he comido y tampoco sé cuándo comeré.
A pesar de todo, estoy de celebración; lo estamos todos.
Tengo muy vagos recuerdos del fin de la dictadura y la llegada de la democracia a España; la política no llegaba a los pueblos en aquellos años. La que mandaba, de una u otra forma, era la Basilia, la Guardia Civil se encargaba de mantener el orden y las buenas costumbres, incluso por encima de la Justicia, y la pureza de sangre hacía extraños a cualquiera que no encajase con el estereotipo manchego.
Todo ha cambiado en estos 30 años; la Basilia ya no está entre nosotros, aunque otra mujer se va a volver a hacer con la alcaldía después de tantos años, la Guardia Civil se tuvo que ir víctima de los sucesivos recortes presupuestarios y el lobby rumano comienza a hacerse sentir.
Mis padres fueron a votar; pero en aquellos años en los que la alargada sombra de la dictadura aún se dejaba notar, esto no era motivo de festejo. Era novedoso, sí, pero el miedo y la desconfianza aún estaban latentes.
Las primeras elecciones en las que pude participar tras cumplir los 18 años fueron unas europeas; mi padre me llevó a un lado y me dijo: Mira, a mí me da igual a quien votes; lo único que te pido es que vayas a votar.
Sencillo, pero efectivo. Desde entonces no he dejado de hacerlo. Me podrían convencer más o menos las distintas posibilidades, pero siempre he celebrado el poder elegir. De hecho, entro en la cabina de votación para tener todas las opciones delante y así tener la posibilidad de elegir sin regirme por una idea preconcebida. Meditada sí, pero decidida por mí y con posibilidad de cambio hasta el último momento. Aquí no hay cheques en blanco.
Y seguiré celebrándolo a pesar del panorama.
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