Mi hermana nació una resaca de San Juan, y eso no podía traer nada bueno.
Es la pequeña de las chicas y unos años mayor que yo, por lo que adoptó el roll de aprender de las mayores y de hacer de mayor ante los pequeños; en este segundo grupo incluyo a mi prima, unos meses menor que ella, pero a la que no dudaba en decir “Tú quédate aquí, que esto son cosas de mayores” cuando la mica se quería ir a jugar con las muñecas de su amiga (de 7 años, como ella). Este trauma sigue persiguiendo a mi prima taitantos años después.
Conmigo la actitud era algo distinta; yo era el juguete y en algunos casos la posesión. En casa teníamos ganado al que no podíamos acercarnos por miedo a que nos pisara y nunca nos regalaron un juego de física y química. Tampoco los necesitábamos; bueno, más concretamente ella no los necesitaba. Un día, mientras yo jugaba con mis airgamboys debajo de la máquina de coser, mi hermana atizaba el fuego con el pincho. Algo se cruzo por su cabecita; el acero está caliente, ¿qué pasará si se lo acerco a la espalda?, ¿se quemará, será divertido? Seguro que es divertido.
De la descalabradura que sufrí al saltar contra la máquina de coser cuando noté el hierro al rojo vivo en mi espalda apenas me ha quedado señal; la marca de ganado aún la conservo en mi espalda, al igual que el tufillo a chamuscado que se ha quedado para siempre en lo más profundo de mi nariz.
Y yo, tonto de mí, recuerdo cómo me convenció para que dejara de llorar (eso era fácil; con el susto ni aún lágrimas me salían), porque nuestra madre la mataba si se enteraba.
Ahora veo a su hija y demás sobrinos haciendo trastadas; pero ni aún de lejos se acercan al terremoto que era mi hermana cuando aún llevaba soguilletas a lo Pipi Calzaslargas.
Es la pequeña de las chicas y unos años mayor que yo, por lo que adoptó el roll de aprender de las mayores y de hacer de mayor ante los pequeños; en este segundo grupo incluyo a mi prima, unos meses menor que ella, pero a la que no dudaba en decir “Tú quédate aquí, que esto son cosas de mayores” cuando la mica se quería ir a jugar con las muñecas de su amiga (de 7 años, como ella). Este trauma sigue persiguiendo a mi prima taitantos años después.
Conmigo la actitud era algo distinta; yo era el juguete y en algunos casos la posesión. En casa teníamos ganado al que no podíamos acercarnos por miedo a que nos pisara y nunca nos regalaron un juego de física y química. Tampoco los necesitábamos; bueno, más concretamente ella no los necesitaba. Un día, mientras yo jugaba con mis airgamboys debajo de la máquina de coser, mi hermana atizaba el fuego con el pincho. Algo se cruzo por su cabecita; el acero está caliente, ¿qué pasará si se lo acerco a la espalda?, ¿se quemará, será divertido? Seguro que es divertido.
De la descalabradura que sufrí al saltar contra la máquina de coser cuando noté el hierro al rojo vivo en mi espalda apenas me ha quedado señal; la marca de ganado aún la conservo en mi espalda, al igual que el tufillo a chamuscado que se ha quedado para siempre en lo más profundo de mi nariz.
Y yo, tonto de mí, recuerdo cómo me convenció para que dejara de llorar (eso era fácil; con el susto ni aún lágrimas me salían), porque nuestra madre la mataba si se enteraba.
Ahora veo a su hija y demás sobrinos haciendo trastadas; pero ni aún de lejos se acercan al terremoto que era mi hermana cuando aún llevaba soguilletas a lo Pipi Calzaslargas.
1 comentario:
Ya te vale
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