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  • 01 febrero 2007

    070201 de miedos

    Me he despertado empapado en sudor, un sudor frío. No suelo tener pesadillas, y si las tengo, nunca las recuerdo, igual que los sueños. Esta vez sí lo he hecho; supongo que será por la cercanía, el accidente, el reconocimiento, el cementerio.
    Todo pasó muy deprisa, en un suspiro. Mi mujer diciendo mientras cogía las llaves del coche que apagase el ordenador, que a ella no le daba tiempo. Los niños remoloneando antes de subir al vehículo. Noté la rueda un poco baja de aire, esa maldita rueda; ínflala en la gasolinera, le dije. Entró en el coche sin despedirse y desde allí me lanzó una sonrisa a través del parabrisas mientras salía del garaje, su sonrisa.
    No sé si realmente tuvo que ver o lo soñé, el caso es que me persigue la imagen de la rueda.
    Lo viví como si estuviera en el coche. Cuando el camión la deslumbró en la curva poco pudo hacer; la gravilla, el guardarail, la rueda que no agarra bien, esa maldita rueda.
    Después el azar hizo que a Carmela le tocara turno en la ambulancia y fuese ella quien los atendiese. Es curioso, lo sigo recordando como si hubiese estado presente, allí mismo, junto al amasijo de hierros. Poco se pudo hacer, es difícil parar un camión cargado y después de golpear el guardarail, el coche se lanzó contra su panza. Simplemente pasó por encima.
    Carmela creyó reconocerlos porque es … era el único coche de ese color por la zona. Yo lo tuve más complicado en el hospital. Poco había que reconocer; algo de ropa, algunos objetos, alguna maleta, algún juguete. El ADN hizo el resto.
    Es curioso cómo los actos religiosos pasan en un suspiro cuando eres el protagonista; de tu propio bautizo normalmente no te acuerdas, en la comunión estás pendiente de lo que hace el resto, en la boda de lo que realmente estás pendiente es de los invitados, en el bautizo de tus hijos procuras estar en el sitio indicado y en los funerales de allegados directamente no estás. Entras en una especie de nube, que te rodea y que no te permite ver, ni oír. La nieblina es espesa y el responso del párroco apenas es un eco lejano. No ves a nadie, no reconoces a nadie. La gente te coge del hombro, te abraza, te besa, pero tú no estás allí.
    De eso recuerdo poco, la verdad, el frío y la niebla, la niebla húmeda que me empapaba.
    Entonces desperté; me he despertado empapado en sudor, un sudor frío. He mirado al otro lado de la cama; vacío. Una sensación de angustia me ahoga. Hace años que no lloro, desde niño, pero siento que esta asfixia me va a hacer explotar. Estoy aturdido, hasta me parece oír ruido fuera de la habitación.
    Entonces entra ella, a medio vestir. Hoy ha madrugado porque quería llegar pronto a la oficina. Ahí está, radiante. Sonríe cuando ve mi cara adormilada. La misma sonrisa que me dirigió desde el coche mientras salía del garaje, su sonrisa.
    - Ay, pobrecito. Duerme un poquito más, que aún es pronto. - Dice mientras juguetea con mi pelo.
    La angustia todavía oprime mi pecho y me hace respirar con dificultad. Me agarro a su cintura como un niño que acaba de encontrar a su madre tras perderse en un centro comercial. La acaricio y no la suelto.
    - Oye, que yo había madrugado para llegar pronto a la oficina.
    Intenta zafarse de mí, pero no puede. El miedo me atenaza a ella. Por fin se da cuenta de que estoy temblando como un cachorro un día de frío.
    - No importa, tengo tiempo de sobra - dice mientras se tumba conmigo en la cama y me besa.
    Las pesadillas tienen la virtud de que te hacen valorar lo que realmente es importante.
    Cuando te despidas de tu pareja, hazlo como si no la fueses a volver a ver en la vida y cuando te reencuentres con ella, abrázala y bésala como si la recuperases después de semanas en coma.

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